Es innegable que lo ocurrido con la catedral parisina es una tragedia. No obstante, algunas reacciones ante eso también lo son. Por Raúl Montoya


El acontecimiento de Notre Dame da un fuerte golpe al patrimonio artístico de la humanidad. Sin embargo, también deja ver que se cierne una desgracia más profunda que ataca el espíritu del ser humano y se manifiesta con pensamientos alineados con los vaivenes del hoy, que están lejos del elucubrar crítico, siempre entre los extremos de la vanidad con comentarios en la red que contienen pensamientos como “la única iglesia que ilumina es la que arde”, “¿para cuándo el Vaticano?” o afirmaciones sobre la mayor importancia del bosque nativo que dicha estructura.

Argumentos enarbolados por las nuevas generaciones que no se percatan de su alineación a valores oscuros, ajenos a su filosofía progresista, caracterizada por lo espiritual, el rescate de tradiciones, el animalismo, lo vegano y un largo etcétera de características de bondad convirtiéndose en los mismos que odian, siendo promotores de la intolerancia y no entendiendo que si bien los bosques son el principal templo de la humanidad (lugar espiritual de todos los buscadores, profetas y grandes espíritus de nuestra especie) y es doloroso verlos arder bajo los egoístas intereses humanos y su visión sobreintelectualizada de lo espiritual, también lo es observarlo en la ahora derruida catedral, así como cualquier gran obra arquitectónica de la antigüedad, símbolos de la búsqueda humana por entender y materializar el mundo espiritual.

Algunas de estas personas argumentan que esta postura se basa en una visión romántica del catolicismo y que el verdadero simiente de esta religión es el poder y la vileza, para acumular fortunas desde la conquista y control de la gente, sin embargo ver a Notre Dame como un símbolo del catolicismo es tan obtuso como que las estatuas destrozadas por ISIS en Siria eran uno del paganismo vivo dentro del islam. El problema de la gente que toma estas actitudes es el no poder separar espiritualidad de religión, asumiendo que algo que se forma del espíritu es causa directa de un culto, ignorando que esto es sólo una expresión de la búsqueda por la comprensión de lo espiritual y no se relaciona con las trastocaciones de las enseñanzas de los antiguos en pro de sus egos, causa final de los escándalos que rodean en mayor o menor medida a las religiones actuales.

Son estas posturas de “pacifistas” y “progresistas” de banderas verdes y multicolores, las que deslegitiman sus causas, cayendo en el juego de sustentar con la violencia una actitud mecánica, imitando la estructura de valores que llevó a antiguos católicos judíos, comunistas (especialmente maoistas)e islamistas a ver todo como una mera manifestación física e irracional contraria a sus dogmas, drogas para el pueblo o símbolos del mal que deben ser erradicados. No importa si es la Capilla Sixtina o los vestigios de Palmira, lo que importa es “mi única verdad” y vale la pena destruir una cultura como la del Tibet o a un pueblo entero con un legado milenario como el Chino.

Por otro lado, encontramos la banalización del hecho sumergido en un falso duelo y dolor que, nuevamente regido por una búsqueda vacua de reconocimiento, exalta el haber estado en el lugar y llena el mundo virtual —y también el real— con cínicas imágenes y comentarios de haber estado allí, haciendo de la catástrofe un momento de autoreconocimiento para pavonearse de su suerte, dejando al lugar como un estructura que se guarda en el recuerdo y no como una que educa el espíritu y exalta al hombre. Esto nos habla de un problema que se cimienta en la misma base que el anterior, el ego y la disminución de todo lo que nos rodea a meros objetos a nuestra disposición egótica.

En el actual mundo de “selfies” y acumulación, la capacidad de apreciar una obra de este calibre es prácticamente nula, imposibilitando al visitante a educarse internamente con la obra y estimarla como una estructura rica y ajena en significado a la religión. Es esta misma falta de paz por tomarse el momento de contemplar la que hace de un bosque milenario un “recurso natural” para explotación y de una manta indígena, con su cosmogonía inscrita en intrincados patrones en un mero souvenir.

Así, todo lo estético y realmente bello deja de existir en el alma humana y pasa a ser una pieza para los post de nuestra vida que hablan del éxito y el placer, de la ausencia del sentido y de la urgente necesidad de encontrar esta belleza, allí presente pero rápidamente olvidada en una red social fugaz y efímera, alejando así al humano de la posibilidad de crecer con las maravillas de los antiguos o de encontrar un sentido para una sociedad desde la belleza misma, que les permita nuevamente inspirarse para crear y llenar otras almas humanas.

Por desgracia, hasta que no se migre a un sistema de educación que no se centre en lo material y fomente la exterminación del arte y la filosofía, el mundo seguirá perdido con respuestas justo en el fondo de sus fotos, pensando en acumular objetos e imágenes y promoviendo el odio por sus contrarios.